
Como todos los domingos, la fila se hizo más larga. El sol sobre nuestras cabezas se grababa en la memoria de corto plazo borrando toda idea de tiempo. Los recuerdos del hogar, del fin de semana en lo de los parientes, tan cercanos y, a la vez, tan lejanos, goteaban como sudor desde la frente. Los comerciantes ambulantes duplicaban los precios del agua en botellas de plástico cada quince minutos. La mujer delante de mí en la fila, tenía las uñas de los pies artificialmente pintadas. El diseño de sus uñas hacía pensar en mosquitos dragones, apenas refrenados por unas sandalias blancas.
El autobús abollado proveniente de Managua nos había escupido sobre la línea fronteriza. Una tierra de nadie sin adornos, un gran estacionamiento para camiones, barracas de aspecto provisorio, césped pisoteado, y, a lo lejos palmeras escuálidas, basura, legados humanos, basura.


Establecer prioridades: Primero hacer sellar el pasaporte. La salida no era el problema. Sólo una formalidad. Pero la frontera de Costa Rica... ¿quién sigue creyendo que el país centroamericano es un ejemplo de democracia? Los funcionarios fronterizos ticos habían cerrado todas las ventanillas salvo una. Quizás estaban en penumbra, en la cantina de al lado, los dedos grasosos por los muslos de pollo. O tal vez dormían una siesta a la sombra del techo sobresaliente del cuartel de frontera. En todo caso, el pasante a cargo del puesto casi se duerme sobre los pasaportes que le eran deslizados bajo las manos. Cualquier reclamo era inútil, lo único que se conseguía era que uno de los padrillos de seguridad lo empujara a uno al final de la fila, de ser necesario utilizando todo el cuerpo. Estuvimos tres, cuatro horas, parados al rayo del sol. Algunos escondían su cabeza bajo bolsas, diarios, parasoles. Otros la metían en la cabina telefónica pública hecha de plástico duro. Yo buscaba al heladero que, como en tiempos primitivos, llevando a cabo una performance en vivo, mezclaba una irrealidad cremosa que me quitaba todo el dolor por un tiempo breve para luego proporcionarme aun más calambres en el tracto intestinal.
Primero se elegía el sabor: frutilla o arándano; tal vez hubiera sido mejor que preguntara por el colorante preferido. El nudoso vendedor vertía unos líquidos viscosos en el cono sobresaliente de una máquina de hacer helados. Todo ennoblecido con diversas salsas y agregados según el gusto del cliente.

Hubo un epílogo: el control de equipaje, la mujer de la aduana que sacó mi último calzoncillo empapado en sudor de mi valija con rueditas ; una valija completamente fuera de lugar en un contexto donde todos tenían bolsos deportivos, mochilas, en último caso, cajas de cartón atadas.
Cuando mi pasaporte finalmente constató la entrada –para los trabajadores fronterizos turísticos tampoco había ninguna excepción al estado de excepción—volví a sentirme amado. Gracias a Dios, nos encontramos pronto en la penumbra climatizada del autobús, que iba a toda carrera por calles un poco mejor asfaltadas. En la pantalla parpadeaba una película de terror con doblaje mexicano. El conductor descartó cualquier parada. Llegamos antes de la medianoche a San José. La solidaridad que experimentamos desde nuestro paso por la frontera se disolvió como una burbuja de jabón estallando: A mí me llevó un empresario americano robusto y sonriente en un taxi, el resto buscó casi con desesperación la parada del autobús nocturno a esa hora inhóspita.
Texto e imagenes: Timo Berger, Traducción: Cecilia Pavón