Con Aníbal, mi querido domador de elefantes, él, que en una de sus anteriores encarnaciones atravesó los Alpes, ahora, lejos de las montañas, en Las Carmelitas, pide dos cervezas en un bar de esos de moda y me recomienda un pez millenario del menú. Símbolo del símbolo, un filete de surubí. Erase una vez un gusto inusitado a tierra y agua a la vez. Paraguay es un pantano, el surubí, la carpa del nuevo continente, o más bien un predador que ataca otros peces, ni pienses en los dientes apreciables de un piraña sino en escaparte por la bahía asunceña y llegar cerca, pero muy cerca, de la República Argentina, pero no, yo me defiendo acá mismo, con tenedor y cuchillo, pido otra ronda de cerveza, dos Pilsen, y mi amigo Aníbal aplaude con la sola mirada, afirmando que acá no se trata de pescar los peces más gordos sino de que el sabor cuente la tentación del sexo, el perfume de los modelos peces desfilando en la semana de la moda de Asunción.
Timo Berger